Interpretando diálogos subterráneos

Dentro de un acalorado y populoso vagón de un subterráneo metropolitano, miembros de una familia buscan el cobijo de asientos cercanos; la transpiración, la humedad y los olores del oscuro túnel se entremezclan con el ruido de los frenos. Se ha detenido el motor, quizá el suministro eléctrico haya colapsado otra vez; algunas luces de emergencia asoman tímidas en la inhóspita negrura. Un diálogo despreocupado comienza entre los familiares.

Recuerdos y anécdotas del pasado se enhebran con sonrisas y miradas perdidas. En un momento la charla comienza a asemejarse al túnel... oscuro y silencioso, quizá las reminiscencias esotéricas de la ausencia de luz disparen aquellos conceptos filosóficos que yacen en el subconsciente, bajo la hojarasca entumecida de numerosos otoños vanos y estridentes.

Un tema extraño aflora; una de las jóvenes voces, remando la treintena, propone: "el hombre es un parásito, no produce nada y lo consume todo; observen, la gallina nos brindan plumas para almohadas, huevos y carne; la vaca otro tanto: su cuero, la leche y un sabroso asado... ¿pero el ser humano qué otra cosa que predar hace? Nada; sólo se reproduce y continúa consumiendo y agotando las reservas naturales." (1)

Las voces se entrechocan entre refutaciones y pareceres; algunos comentarios jocosos se desvían de la charla solemne... por momentos el tema se refugia en respuestas bufonas, hasta que una voz anciana que había permanecido callada opina: "mi abuelo comentaba que en la naturaleza no hay nada que no se aproveche; las antiguas enseñanzas de los chamanes del pueblo de mi abuelo enseñaban que el hombre produce naturalmente dos substancias que son aprovechadas por los dioses tenebrosos, pero que el hombre no debe saberlo, pues de ser así ya no lo ofrecería en la cantidad o calidad que en su ignorancia produce."

La tenue iluminación parpadeante y el silencio reinante en el vagón pareció crear el ambiente de un fogón en los cuales la sabiduría de los ancianos manaba hacia los jóvenes. Uno de ellos se aventura a preguntar: "¿cuáles son aquellas substancias?".

Por afuera del vagón se escuchan las voces de los guardas, al parecer el corte eléctrico no era general y sólo afectaba a algunas estaciones del ramal.

Unos ojos marcados por el cincel del tiempo se cierran, tal vez buscando las palabras correctas; no todos los presentes quizá estén preparados y el tema había surgido con excesiva espontaneidad. Los chamanes eligen con cuidado a los receptores de este conocimiento, y por otro lado puede ser perjudicial que los que no están listos conozcan de manera pasiva algunas verdades; es necesario que uno se esfuerce en conocer: sólo así el conocimiento se transforma en entendimiento y con el tiempo, en algo que uno puede conscientemente aplicar en su vida.

Las Alas del Cóndor, ilustración
presente en el libro Los Guachos
La voz anciana habló con lentitud: "mi abuelo sólo llegó a comentarme que una de esas substancias eran las emociones, aquellas que afloran y que uno no logra elegir o encaminar; él hablaba que las emociones se parecen a los caballos: hay algunos mansos y educados, otros salvajes y bravos. Las emociones desbocadas y desenfrenadas, aquellas que afloran de la ira y la violencia o del dolor y del terror son las más preciadas por los dioses tenebrosos." Una extraña y velada sonrisa se dibujó en su rostro: "la otra substancia la tuve que deducir pues él ya no estaba para enseñarme, sin embargo y luego de meditarla algún tiempo con mi esposa, lo entendimos."

Unos pasos apresurados por el túnel y la súbita vuelta de la luz en el vagón disipó la conversación; se escuchó el temblor del motocompresor volviendo a llenar los tanques de aire... pasarían algunos segundos hasta que la marca de presión de los frenos fuese lo suficientemente segura como para reiniciar la marcha.

La primer voz, aquella que había iniciado el diálogo, inquirió: "¿y cuál es entonces esa segunda substancia?" La luz volvió a desvanecerse y esta vez los acumuladores no tuvieron oportunidad de absorber el consumo del motocompresor; el vagón permaneció en oscuridad... de la cabina se escucharon algunos provocativos juramentos.

"Quizá sea mejor que piensen un poco en la primer substancia, la segunda tal vez se deduzca de la primera," dijo con calma. Desde la oscuridad reinante aun se podían adivinar dos puntos de luz que parpadeaban con lentitud.

Se escuchó un fuerte golpe desde el interior del vagón, que volvió a vibrar: la luz había vencido a las tinieblas esta vez. Rápidamente la formación se puso en marcha.

Aquellos asombrados pasajeros cuyos oídos se habían plegado con curiosidad al improvisado diálogo, al llegar a sus respectivas estaciones, se los veía descender del vagón con cierto aire de recogimiento; meditabundos ahora de un saber ancestral que por serendipidad había rozado sus existencias mundanas. (2)

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(1) Recuérdese la diatriba sobre la condición humana de Jonathan Swift
Los hombres no pueden llamarse a sí mismo más que comedores de alimentos, productores de excremento y calentadores de retretes, porque no es otra cosa lo que de ellos puede mostrar el mundo, ni tampoco hay virtud alguna que los redima, ya que nada dejan a su paso más que retretes llenos.
(2) Aquellos interesados en conocer un poco más sobre shamanismo, tienen un libro introductorio de Roberto Torres, llamado Los Guachos; además, un artículo que ofrece una entrevista a Torres sobre cómo los shamanes ven nuestra realidad; a continuación un extracto de su libro en donde describe al Ente (que los gnósticos nombran como El Demiurgo, en las Sesiones Cassiopaea Ormethion: un centro mental detrimental de sexta densidad, mientras que el profesor Tolkien lo denominó Melkor, el más poderoso de los Ainur):
"Manuel, no te asustes, controla tu miedo. Estamos ante una oportunidad única, y nada terrible te ocurrirá, excepto la impresión que te cause. Presta toda la atención que puedas. Te he traído, ayudado por el viento, a que veas quién es el ente. Te repito, no temas. Ninguna de esas criaturas, ni esa gente puede vernos."
Vi miles de demoníacos seres que se deslizaban por la calle. Algunos tenían tentáculos que introducían en las personas. Otros eran como larvas, que parecían succionar diferentes zonas del cuerpo de quienes las llevaban colgando.
Sentí un fuente ardor proviniente de mi estómago y antes de que pudiera reaccionar, me percaté de que con fuertes arcadas vomitaba por la ventanilla del coche.
Octavio me quitó las manos del volante y me perturbó que el auto continuara la marcha sin mi comando, como dirigido por un sistema automático. Me exhortó a poner atención al tiempo que una chica joven, de cuerpo escultural y cabellera abundante, pasaba junto a nosotros. Su perfil derecho era perfecto. Pensé que tenía una belleza casi insuperable, hasta que se dio vuelta y pude ver su cara completa. El costado izquierdo de su rostro estaba siendo carcomido por unos largos gusanos que caían hasta su hombro. Ella reía con otros que la acompañaban y a pesar de su estupenda dentadura, de un lado parecía la mismísima parca. Entonces sufrí mi primer desmayo, el que habrá durado no mucho más de medio minuto.
Las calles se encontraban repletas de estiércol al igual que los frentes de los edificios, aún de los más modernos y lujosos. Un llanto agudo e indominable alcanzó a mi alma, y atrevesado por anómalas convulsiones, las lágrimas brotaron de mis ojos.
Una multitud de hombres y mujeres que caminaban por las veredas parecían quemarse, por el efecto de una altas llamas que surgían de sus pechos, tapándoles la fisonomía que de vez en cuando lograba entrever, tal si se derritiera perpetuamente. El olor que entraba por la ventanilla era de una hediondez imposible de describir.
Ruidos estridentes mezclados con las voces de la gente que se percibían guturales, como si hablaran debajo del agua. Me dio escalofríos observar a un grupo de niños envueltos en nubes oscuras de una especie de humo. Lo mismo me produjo una pareja que paseaba de la mano, rodeada de rojizos tentáculos que daban la impresión como de goma y a punto de sangrar, que salían del cuerpo de uno para introducirse en el del otro, a la altura de sus ombligos. Vomité de nuevo.
-No dejes de ver a ese religioso- me dijo Octavio.
Al escrutar al hombre con mi mirada, capturé la repulsiva imagen de un nido de pequeñas aves negras y coloradas, de ojos amarillentos, sobre el crucifijo que llevaba colgado de su pecho, peleándose entre ellas mientras le devoraban el corazón a pedazos, desgarrándolo, tironeando del tejido. Cuando lo tuvimos más cerca me espeluznaron sus ojos, rojos, inyectados de rayas amarillas que estallaban de sus pupilas. Su mano izquierda, la sostenía una Biblia a la altura del estómago, estaba toda agusanada, excepto por sus gruesas uñas de tono azulado, agangrenadas. Lo único que de ella podía distinguirse con claridad era un par de gruesos anillos de oro. Por último, y lo que causó mi segundo desmayo, fueron siete anchos tentáculos de carne que sobresalían de diferentes puntos de su columna vertebral, cayendo hasta la tierra, hundiéndose en ella.
-Manuel, Manuel, despierta que ahora debes ver lo peor -oí decir a Octavio mientas me palmeaba las mejillas para que recuperara mi conciencia.
Busqué con estupor a aquel hombre pero ya no estaba por ningún lado.
-Quiero que te fijes bien en las espaldas de las personas.
Intenté hacer lo que me pedía, pero estaba tan mareado y con tanta nausea que se me hacía sumamente difícil sostener la mirada. Entonces me aconsejó que moviera mis ojos en uno y otro sentido sin enfocar la vista en ningún punto. Así lo hice y en segundos pude ver que de todas las personas de esa ciudad salían aquellos asquerosos tentáculos, desde sus coronillas hasta su sacro. Dijo que los contara. Presté atención en un muchacho de cuerpo atlético que trotaba por un parque, vestido de gimnasia. Siete de esas gelatinosas prolongaciones , como las del religioso de hacía instantes, brotaban de su juvenil y fuerte espalda. Cada uno de esos apéndices era larguísimo y lo traspasaban todo: árboles, edificios, autos y aún a las personas que se encontraban en su camino. Se dirigían paralelas, como yendo hacia algún sitio, y el auto comenzó a seguirlas, como si hubiera recibido alguna orden. Observé en una brújula, pegada en el tablero del automóvil que íbamos rumbo al norte.
Los miles de tentáculos se iban entrelazando, formando un gigantesco cordón, semejante a una cola de dinosaurio, que en el mismo sentido se elevaba hacia el cielo. No había una sola persona que careciera de esto, y a medida que recorríamos el largo de aquel tentáculo común, se sumaban en cada trecho miles y miles más, provenientes de otros individuos, ensanchando su grosor. Su superficie era escamada o con una suerte de corteza que se iba descascarando. Finalmente llegamos a una enorme fosa, similar al cráter de un volcán; allí se internaba aquel descomunal cordón viscoso.
Al acercarnos más, descubrí que había una incalculable cantidad de cordones, trenzados a su vez por millares de tentáculos, que se introducían por ese hoyo, de donde emergía un olor pestilente. Se sumergían en una especie de líquido más negro que el carbón, cuya apariencia mucilaginosa me suscitó una inmensa repugnancia.
Con premura saqué mi cabeza por la ventanilla nuevamente, y ese acto fue lo que terminó de hacerme caer en la cuenta de que nuestro auto flotaba, de que en ese preciso momento sobrevolábamos aquel gigantesco hoyo. Me causó un vértigo inolvidable, y urgente, reintroduje mi cabeza en el interior. Para mi mayor desconsuelo, el coche comenzó a bajar por el cráter hasta un punto donde se hizo perfectamente cómoda la visión de todos y cada uno de los cordones. Vi un montículo o lo que sería un pliegue, por debajo de la primer capa de uno de éstos, que circulaba por él. Algo así como si un bolo alimenticio estuviera siendo deglutido y se lo viera pasar a través de un esófago.
Nos arrimamos, y Octavio me hizo mover la cabeza de un lado a otro para que distinguiera mejor. Entonces comprendí por qué me había advertido que vería lo peor: un ser humano estaba siendo succionado por los tentáculos, que lo revolcaban por dentro del gran cordón, pasando por detrás de una membrana transparente que tenía la textura de una bolsa de plástico.
Me desmayé.
Esta visión puede ser enriquecida con los artículos sobre cordones etéricos, parásitos etéricos, manipulación hiperdimensional y la comparativa con los escritos de H.P. Lovecraft.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Uy....y cual es la segunda susbstancia?

ranandiro dijo...

Quizá brinde alguna pista los artículos sobre orquestaciones amorosas.

Anónimo dijo...

Si..creo darme cuenta cual es , bastante obvio . Gracias por la orientacion

ranandiro dijo...

Por eso enfatizamos cierta rama de la Alquimia que concuerda con el concepto medieval del amor cortés: quizá el camino óptimo para sublimarlo.

Anónimo dijo...

Desconozco esa informacion, donde la puedo encontrar?

ranandiro dijo...

Es improbable que se pueda encontrar un «manual» que hable explícitamente del tema; esta información se velaba para que no fuese interpretado como herejía.

Es recomendable, no obstante, los dos libros de Fulcanelli: Las Moradas Filosofales y El misterio de las Catedrales (son libros que requieran tal vez más de una sobre-lectura); se aconseja junto a La Historia Secreta del Mundo, y cómo salir de él con vida de Laura Knight-Jadzcyk (el título no es presuntuoso, si se observa la raíz de la palabra a-mour, todo indica que proviene de sin-muerte); el rosacruz John Baines también ha escrito al respecto en La Ciencia del Amor.

Anónimo dijo...

Gracias por el dato , voy a buscarlos

Unknown dijo...

El amor ,como ves todos los dioses se alimentan del humano, unos del odio etc.y otros del amor al fin de cuentas todos ocupan nuestra vibrasion ya sea buena o mala ,somos su ganado de ordeña

ranandiro dijo...

Gracias por comentar.

> El amor ,como ves todos los dioses se alimentan del
> humano
[...]

No se trata del amor, sino del sexo. Lamentablemente la humanidad se encuentra tan confundida que asocia semánticamente ambas palabras, o no puede concebir una sin la otra o una después de la otra.

Le aconsejamos que investigue sobre el concepto medieval del Amor Cortés y la Alquimia. Hemos hecho énfasis al respecto, en nuestro artículo sobre la resonancia vibracional del alma.

asgr dijo...

Creo q una buena alternativa a la 2 da suatancia son los pensamientos. .. ... .. .ese eterno 'piensa piensa' incesante q se viste de encumbramiento y dignidad!

ranandiro dijo...

Gracias por comentar.

> ese eterno 'piensa piensa' incesante q se viste de
> encumbramiento y dignidad!


Algo parecido se sostiene en los libros de Castaneda: sobre todo en El Lado Activo del Infinito, que sería el constante diálogo interior sobre la importancia propia que inyectaron como la mente foránea las entidades exógenas o Voladores (fliers).

Nuestro estudio conecta los Voladores con los Arcontes gnósticos o demonios cristianos; si se observa literatura ufológica reciente sobre el fenómeno de Alta Extrañeza, se entenderá que los seres detrimentales de la densidad etérica que producen el fenómeno de abducciones y secuestros extraterrestres, son precisamente los mismos.

Sin embargo, la visión shamánica provista por los aborígenes quilmes en el libro Los Guachos, difiere un tanto de la yaqui de Castaneda; esta visión etérica de la realidad captura como el Ente (el Demiurgo gnóstico) se alimenta a través de sus múltiples agentes (que podríamos denominar como fauna etérica), obteniendo energía emocional de la humanidad infestada.

Cuando el iniciado logra desgarrar el velo de la ilusión, ese Immram o teofanía le permite ver el plano físico tal cual es; por supuesto, no se retorna indemne de esa visión; y en los primeros estadios del despertar definitivo se intenta una guardia conciente sobre nuestra elan vital.